Tierra y lodo

¿Qué hay más trágico que vivir en un lugar en lo que todo se llena de polvo? La pesadilla de cualquier sacudidor, el azote de las mucamas,  el infierno de los obsesivos. Por fortuna, no no soy nada de es. Aprendí a temer y respetar al polvo, porque allá —en ese lugar donde viví— aprendí que todo se puede llenar de polvo. Incluyendo los recuerdos, el pasado y hasta lo irreal se puede cubrir de esa fina película de tierra. Nadie me lo enseñó, y a nadie se lo enseñaré (no hay en mí, ni un miligramo mal distribuido de pedagogía). Es algo simple, todos lo sabemos desde siempre y lo damos por sentado, como el calor del sol, como la existencia del aire, como la maldad inocente que reside en el corazón de nuestros padres.

Lo explico con el ejemplo más sencillo: cuando yo era niño, dejé mi bicicleta nueva recargada en el cancel de la casa y entré al baño por un par de minutos. Cuando salí, estaba cubierta hasta el hartazgo de ese polvo seco y molesto, que no termina de ser ni gris ni café. ¡Toda la bici parecía estar sepultada entre granos de suciedad! Los frenos, el manubrio, los pedales y hasta la factura (que mi padre guardaba celosamente en el cajón) estaban completamente cubiertos. Estaban totalmente atiborrados, espolvoreados, llenos, atascados. Han pasado veinte años desde que comencé con la complicada y larga tarea de limpiarla y sigo sin terminar. No les miento, todavía encuentro esas antiguas partículas de polvo cuando miro el cuerpo de mi bicicleta a través del riguroso microscopio. Pero la impotencia y furia de luchar contra lo inevitable ya no me angustian como antes. Me pregunto en verdad: ¿qué ganaría con quitarle todo el polvo a mi bicicleta? ¿Y si cuando se lo termine de quitar sólo me quedan fierros viejos e irreconocibles? Suspiro temeroso, mientras vuelvo a pasar un trapo húmedo por toda su economía.

La bicicleta era sólo una manera sencilla de ejemplificar. Pues, si salías a la calle, te llenabas de tierra, si ibas por las tortillas te ibas a llenar de tierra, vaya, te llenabas de tierra hasta por soñar que jugabas en el patio. Tierra, tierra, tierra, tierra, tierra y tierra. Lo repetiría miles de veces para que te pudiera quedar claro cuánta tierra había en ese lugar, pero no se gana nada. Para llenarte de tierra no basta con pensar en ella (si estás lejos), lo único que necesitas es pasar uno o dos minutos en ese sitio.

Y a pesar de todo, era un buen lugar para vivir: había mucho trabajo, los días eran cortos y siempre lograba sorprenderme. El sol brillaba según las necesidades de la gente, y como la gente necesitaba vivir azotada y sufriendo por el calor innecesario, éste brillaba como astro en anfetaminas, y distribuía caricias abrasivas a todos. Eran gratis, eran obligatorias, era lo que había, era lo que recibíamos. Estábamos conformes, contentos y agradecidos, como un hijo recién adoptado. Las preguntas e inquietudes extras se las llevaba el viento a otros oídos que estuvieran más interesados en responderlas.

Existían pocos caminos para recorrer, pero eso sí, eran bien conocidos. La gente sonreía mucho porque no había motivos para estar triste. El calor y la tristeza son pésimos compañeros de parranda —eso se sabe muy bien allá—. Y las personas evitábamos entristecernos para no jodernos más la ya muy pinche existencia (pues eso, como lo marcaba la constitución, era trabajo exclusivo del H. Ayuntamiento).

¿Te había contado alguna vez del agua de ese lugar? ¡Es mágica! Sólo podíamos beber agua que saliera de los cántaros de barro. Éstos la mantenían siempre fresca, como si estuvieran en un refrigerador. Cuando te llevabas un vaso de agua a la boca, te impregnabas la lengua con un ligero sabor a tierra y a perdón. El dulce aroma del agua hacia que viviéramos contentos, como si estuviéramos bebiendo licor de piedra en lugar de agua pura. Cómo extraño esa agua, es quizá, el líquido más delicioso y sagrado que han probado mis labios. Continuamente sueño con que lleno otro vaso y lo engullo en un instante. Otras veces sueño que mientras lleno el vaso, el cántaro va dar al piso y el agua se desperdicia toda. Cuando eso pasa, me despierto llorando y nostálgico. Dios sabe si es por el líquido que se desperdició o por el cántaro que rompí.

Aunque había retazos casi sagrados en ese lugar, también probé vapores que nunca terminaron de gustarme. Cosas profundamente arraigadas en alma del pueblo; no como el brillo del día que se puede mitigar cerrando las cortinas, hablo de vicios bien enraizados a en los huesos de la gente, o en las gigantescas piedras que sirven de cimientos al pueblo. En ese árido lugar había unas cuantas reglas fantasma que había que seguir al pie de la letra, de lo contrario, se ensañarían contigo todas las personas que se enteraran. Te expulsarían del pueblo y perderías tus antiguos privilegios. Esos son los mismos privilegios a los que yo todavía aspiro merecer.

La primera regla: se considera de mala educación el llegar a viejo. Tienes que morirte pronto y tienes que morir bien muerto. Nada de enfermarte y convalecer treinta y cuatro meses en un delirio febril, aferrándote como un perro a la vida, bajo la supervisión del curandero, del zopilote, del padre, una monja y tus nietos. Nada de eso: hay que morirse joven y hay que saber morirse. De eso, el único responsable, siempre serás tú.

Segunda: No te puedes divertir. La diversión crea falsas salidas y fomenta vicios vulgares. Hay que trabajar mucho y hay que hacerlo a diario. Hay que mover la tierra de un lado a otro, que vuele, que se esparza por el viento, hay darle vueltas, regarla, secarla, colgarla, exprimirla, pisarla, empaquetarla y sembrarla. Nada de esto es divertido. Nunca he sabido alguien que trabaje riéndose, y estoy seguro que tampoco nacerá un ser así. Aunque existe una diminuta excepción: si eres un niño y quieres divertirte, puedes hacerlo si no te escuchan las otras personas. Muchos pequeños, en busca de sonrisas, terminan por sepultarse en tumbas de tierra para que nadie los vea divertirse. Unos pocos emergen de la tierra vueltos hombres, pero otros tantos (la mayoría) no vuelven a salir y sólo sospechamos que sus espíritus siguen rondando nuestras calles por esas pequeñas y escalofriantes risas que levanta el viento de la noche. Viento siempre acompañado, por supuesto, de las inseparables oleadas de polvo seco que se nos embarran en la cara y escosen nuestros secos ojos.

Y la tercera regla: no se permiten los jóvenes. Ahí pasas de ser  niño a ser un adulto. No hay transición. No hay depresión que acompañe los débiles pulsos y aromas sofocantes de la pubertad. Allá un día amaneces con el pubis infestado de negros y gruesos vellos, con la voz cambiada y un inclemente deseo de pensar en trabajar, trabajar, vivir, trabajar, vivir, trabajar, y si un día puedes: engendrar. Si esa es tu preocupación, no temas. Hay mujeres dispuestas a hacerlo si tienes los brazos lo suficientemente fornidos y el susurro de tus palabras logra hacer eco entre sus orejas empañadas. Ellas consideran a la procreación un trabajo, y como todo trabajo, dignifica al ser humano. Un par de hijos bastarán para que no se te juzgue de incumplido, pero si tienes más de seis, te considerarán un bribón desquehacerado. Y no quieres que eso pase. No quieres que la gente se entere y se lo cuente a la tierra.

Yo, que soy débil voluntad y falto de carácter, abandoné ese lugar cuando todavía era niño y me rehusé a volver. Guardé el recuerdo de ese sitio en una caja junto a mi bicicleta verde, esa que me veías limpiar todas las mañanas. Y si nunca te hablé del lugar que me vio nacer, es porque nunca preguntaste. ¿Para qué iba yo a hablarte de un lugar al que jamás te llevaría? ¿Para qué llenarte la cabeza con retratos demenciales de un lugar en el que yo no quería pensar? Porque te tenía cerca. Porque contigo estaba en casa. Porque entre los dos, formábamos un hogar.

Hasta hoy.

Porque me voy. Hoy que nada me queda. Me largo a ese lugar del que no sabes nada más de lo que viene escrito en estas líneas. Aprovecharé que todavía tengo suficiente fuerza en los brazos y cavaré un gran hoyo. Revolveré la tierra, andaré por las calles vigiladas por ojos invisibles, evitaré  aquello que me provoque el más mínimo esbozo de placer y me fundiré con el paisaje ocre. Me voy a arrastrar entre la tierra, ahora que se avecina el día de la lluvia (bendita sea el agua sagrada). Trabajaré, dormiré, comeré y beberé del  agua dulce de los cántaros. Quiero ser parte de esa terregosa gente, hundir mi cara entre la suciedad hasta que mi nariz y el polvo sean lo mismo. Quiero que al verme ante el empañado espejo por fin me olvide de mi rostro, convexo al tuyo. Y cuando tenga listo mi hoyo, esperaré pacientemente. El polvo nunca tarda en aparecer; y una vez arrastrado por la firme mano del viento, termine por sepultarme justo antes de que empiece a llover. Para que cuando la primera gota bese el suelo, yo esté completamente cubierto y me nutra, como si fuera una semilla. Esa lluvia será la que selle mi tumba. Que quiero enterrar lo que soy, un niño con el corazón frágil, como de lodo seco. Y si me muero, pues no pasa nada, pero si logro salir de la tierra, regresaré a ti, te lo aseguro, y esta vez lo haré como un hombre de verdad, cubierto de tierra y lodo.

 

Cuervo Ingenuo

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